martes, 25 de noviembre de 2008

DIFERENCIANDO MALTRATO Y CASTIGO


Identificar el maltrato como violencia sobre los hijos implica diferenciarlo del castigo, como acción
correctiva, que en la familia se relaciona con intenciones educativas y formativas, y que se permite socialmente para generar y lograr interiorizar en el niño regulaciones sociales que le permitan y faciliten su socialización.

El castigo como reparación es parte de la cultura, de ideales sociales, de creencias que desde los principios éticos y morales de una cultura regulan el empuje a la propia satisfacción de los impulsos sexuales y agresivos, como tendencias comunes que exponen la vida social. Según este concepto el castigo es violencia simbólica, en tanto evita la repetición de actos que sin los límites impuestos, precipitarían al niño y más tarde al adulto a la consecución de un goce inútil.

Si el castigo se ejerce sin crueldad, sin sadismo, sin deseos de venganza y se basa en el amor, tendrá un efecto protector para el niño y le permitirá aceptar las renuncias que sus padres le imponen. Debe considerarse la subjetividad del agresor. El niño, como parte de lo íntimo en la familia, es un objeto interno, es decir, representa para los padres atributos, defectos, deseos y aspiraciones edificados a lo largo de la historia de ambos. La valoración facilitará identificar repeticiones o formaciones reactivas de experiencias vividas por el agresor con aquéllos que forman parte de su propia historia y que permiten, por imitación, una definición de la ofensa y de la reparación.


Los padres deben hacer del castigo un reclamo, una comunicación o un acto de pacificación, que permite en su ejercicio la posibilidad de un pacto, de una transacción o de una cesión, que permita al niño enfrentarse a una ley que admite circunstancias atenuantes externas y subjetivas al cometerse una falta. Aquí la acción del padre que sigue la ley que él mismo quiere hacer respetar, puede presentarse como un acto de amor.

Cuando lo ilógico, lo absurdo, aparece lo simbólico del acto de castigar desaparece en el actuar del padre, haciéndose visible la agresividad que existe en el maltrato. Cuando los seres de los que se depende se convierten en persecutores, y el niño no encuentra su puesto en la casa ni en el amor de los padres, estamos ante el maltrato infantil. El maltrato se identifica por su desproporción, por no tener justificación, por el exceso y la repetición.

El niño se convierte en objeto de una descarga incomprensible de la cual se le hace responsable, denigrándolo, acusándolo y exagerando la falta que cometió. Esto se escucha en las primeras entrevistas de tratamiento. Se evidencia rabia, hostilidad, rechazo, desprecio o decepción, como sentimientos que sostienen la relación con el menor abusado. En el amor ambivalente predominan los afectos negativos. Cuando el amor es resultado de una decepción, se degrada, generando el castigar con crueldad aquello que en el niño falla.

Quien maltrata parte de la insatisfacción con el menor, del que quiere obtener reparación por algo que cree merecer, y a la vez, el maltratado reclama para sí bienes, afectos, tratos que hagan manifiesto el amor. Sin embargo, aunque el reclamo y las demandas de reconocimiento que se dirigen al menor se sostienen en la frustración y en el maltrato físico y psicológico, generarán también carencia de afecto que producirá diferentes efectos en cada niño.

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